EL ERROR DE LOS INTELECTUALES
Ensayo del escritor argentino ENRIQUE ARENZ
Ensayo del escritor argentino ENRIQUE ARENZ
Capítulo 1º
EL SÍNDROME IZQUIERDOSO
El mundo comunista se desintegró como lo que fue:
una larga pesadilla kafkiana. Cayó el muro de Berlín, la hoz y el martillo
fueron descuajados de las banderas de sufridas naciones del Este, el tirano
rumano Ceausescu fue llevado al paredón, desapareció la URSS, China se vuelve
capitalista (aunque sin democracia) y Cuba languidece en una crepuscular
dictadura sin destino ni gloria.
Fue como el alba que barre las sombras y disipa los miedos nocturnos. Y sin embargo, como insensible ante estos dramáticos acontecimientos, parte importante de la sociedad occidental, pero particularmente de nuestra sociedad, sigue padeciendo el síndrome izquierdoso.
Fue como el alba que barre las sombras y disipa los miedos nocturnos. Y sin embargo, como insensible ante estos dramáticos acontecimientos, parte importante de la sociedad occidental, pero particularmente de nuestra sociedad, sigue padeciendo el síndrome izquierdoso.
¿Qué es el tal síndrome izquierdoso? Se me ocurrió denominar así a cierta
perturbación colectiva que debilita la capacidad de discernimiento del hombre
medio y lo inclina hacia la gradual aceptación — irreflexiva, contradictoria,
casi infantil — de formas, proyectos, ideas y soluciones utópicas de índole socialista.
Esta transubstanciación deriva, en los distintos grupos sociales, de al
menos una de las siguientes causalidades:
1. La causalidad psicológica;
1. La causalidad psicológica;
2. El rechazo de la igualdad ante la ley; y
3. El error de los intelectuales.
Analizaremos cada una de ellas.
1. La causalidad psicológica
Empecemos por los militantes y activistas de esos grupos minoritarios de ultraizquierda
que son los trotskistas, los maoístas, los comunistas ortodoxos (o stalinistas),
los castristas y algunos anarquistas violentos. Como ajenos a la realidad del
gran fracaso mundial del marxismo, miles de argentinos honestos y bien
intencionados entregados a estas ideologías, apasionados exégetas de los
derechos humanos pero al mismo tiempo incondicionales admiradores y defensores
de Fidel Castro, el peor violador de tales derechos en nuestro tiempo, siguen
obsesionados con la paciente obra de demolición de eso que Antonio Gramsci
llamó la superestructura, es decir, todo aquel conjunto de valores y jerarquías
que forman parte de nuestra cultura y estilo occidental de vida: nuestras
creencias profundas, nuestra fe religiosa, el concepto de familia cristiana,
etcétera.
Curiosamente estos pequeños partidos son altamente fraccionables, en parte
por el excluyente protagonismo de sus caciques, pero sobre todo por su cerrado
dogmatismo que no admite matices ni opiniones divergentes entre sus propios
militantes.
Una advertencia: no estamos hablando de los tenebrosos y siempre anónimos
cerebros del terrorismo internacional, esos gélidos y deshumanizados
profesionales de la revolución permanente cuyo grito de guerra es y ha sido
siempre «¡Viva la muerte!» (ETA, Sendero luminoso, las FARC colombianas,
Brigadas Rojas y los temibles grupos integristas islámicos, entre otros; como
lo fueron en nuestro país el ERP, Montoneros y otras organizaciones subversivas
en los años ‘60 y ‘70), que tanto ponen un arma en las manos de un jovencito
idealista como se infiltran en las instituciones religiosas o se asocian con el
narcotráfico internacional. Estas elites siempre actúan en la oscuridad,
disponen de santuarios para descansar y entrenarse y pasan astutamente
inadvertidas en las sociedades democráticas donde conviven en círculos áulicos
y disfrutan de una buena vida y mucho dinero.
No, a lo que me refiero es a ese otro grupo de activistas que todos conocemos, esos que dan valientemente la cara, que arengan a los obreros en las fábricas, que pintan paredes en agotadoras jornadas nocturnas y que distribuyen panfletos crispados y apocalípticos y sueñan con la revolución proletaria. Hablo de algunos amigos míos echados a perder (hoy ya hombres grandes y tan necios, amargados y candorosos como siempre) y de tantos otros, jóvenes y viejos bien intencionados, honestos, auténticos en su equivocada causa. ¿Qué los lleva a transformarse en dóciles instrumentos de aquellas siniestras elites, cuyos crímenes y violaciones sistemáticas de los derechos humanos jamás repudian ni denuncian?
No, a lo que me refiero es a ese otro grupo de activistas que todos conocemos, esos que dan valientemente la cara, que arengan a los obreros en las fábricas, que pintan paredes en agotadoras jornadas nocturnas y que distribuyen panfletos crispados y apocalípticos y sueñan con la revolución proletaria. Hablo de algunos amigos míos echados a perder (hoy ya hombres grandes y tan necios, amargados y candorosos como siempre) y de tantos otros, jóvenes y viejos bien intencionados, honestos, auténticos en su equivocada causa. ¿Qué los lleva a transformarse en dóciles instrumentos de aquellas siniestras elites, cuyos crímenes y violaciones sistemáticas de los derechos humanos jamás repudian ni denuncian?
El filósofo y economista austríaco Ludwig von Mises advirtió en 1927 que la
tendencia de muchas personas hacia la militancia de ultraizquierda tiene raíces
profundamente psicológicas. En su libro Liberalismo este notable pensador
afirma que las raíces del antiliberalismo no son de orden racional sino
producto de cierta disposición mental generada por dos patologías: el
resentimiento, por una parte, y lo que él llamó el complejo de Fourier, por la otra. A la primera
patología Mises no le atribuye mucha peligrosidad. La describe de la siguiente
manera:
«Está uno
resentido cuando odia tanto que no le preocupa soportar daño personal grave con
tal de que otro sufra también. Gran número de los enemigos del capitalismo
saben perfectamente que su personal situación se perjudicaría bajo cualquier
otro orden económico. Propugnan, sin embargo, la reforma, es decir, el
socialismo, con pleno conocimiento de lo anterior, por suponer que los ricos, a
quienes envidian, también padecerán. ¡Cuántas veces oímos decir que la penuria
socialista resultará fácilmente soportable ya que, bajo tal sistema, todos
sabrán que nadie disfruta de mayor bienestar!»
Esta actitud mental, sin embargo, puede ser combatida por medio de la
lógica, según nos lo explica el propio Mises, haciéndole ver al resentido que
lo que a él le interesa es en verdad mejorar su propia posición, sin tener en
cuenta que los otros prosperen aún más.
El complejo de Fourier, en cambio, es cosa mucho más seria, ya que se trata
de una verdadera enfermedad mental. Von Mises, que no era psicólogo pero sí un
agudo observador de las acciones y conductas humanas, estudió esta perturbación
mental (apenas advertida por el propio Freud) y la describió de la siguiente
manera:
«Muy difícil es
alcanzar en esta vida todo lo que ambicionamos. Ni uno por millón lo consigue.
Los grandiosos proyectos juveniles, aunque la suerte acompañe, cristalizan con
el tiempo muy por debajo de lo ambicionado. Mil obstáculos destrozan planes y
ambiciones, la personal capacidad resulta insuficiente para conseguir aquellas
altas cumbres que uno pensó escalar fácilmente. Diario drama es para el hombre
ese fracaso de las más queridas esperanzas, esa paralización de los más
ambicionados planes y la percepción de la propia incapacidad para conseguir las
tan apetecidas metas. Pero eso a todos nos sucede.
«Ante esta
situación, uno puede reaccionar de dos maneras: odiando la vida por haberle
negado la realización de los sueños juveniles, o siguiendo adelante con
renovadas esperanzas. Aquellos que aceptan la vida como en realidad es no
necesitan recurrir a piadosas mentiras que gratifiquen su atormentado ego (...)
Si el triunfo tan largamente añorado no llega, si los hados, en un abrir y
cerrar de ojos, desarticulan lo que tantos años de duro trabajo costó
estructurar, no hay más solución que seguir trabajando como si nada hubiera
pasado. El neurótico, en cambio, no puede soportar la vida como en verdad es.
La realidad resulta para él demasiado dura, agria, grosera. Carece, en efecto,
a diferencia de las personas saludables, de la capacidad para seguir adelante,
como si tal cosa. Su debilidad se lo impide. Prefiere escudarse tras meras
ilusiones».
Tras lo cual von Mises llega a la conclusión de que la teoría de la
neurosis es la única que puede explicar el éxito de las absurdas ideas de
Fourier, aquel socialista loco que sostenía en sus escritos que los bienes
ofrecidos por la naturaleza eran superabundantes y no necesitaban ser
economizados para asegurar a todos la abundancia y prosperidad. De allí deriva
la confianza marxista en la posibilidad de un ilimitado incremento de la
producción sin otro requisito que suprimir la propiedad privada.
Pero Mises va aún más lejos. Sostiene que la mentira piadosa tiene doble finalidad para el neurótico. Lo consuela, por un lado, de sus pasados fracasos, abriéndole, por otro, la perspectiva de futuros éxitos. El enfermo se consuela con la idea de que si fracasó en sus ambiciones, la culpa no fue suya sino del defectuoso orden social prevalente. Espera que con la desaparición del injusto sistema logrará el éxito que anteriormente no consiguiera (1).
Pero Mises va aún más lejos. Sostiene que la mentira piadosa tiene doble finalidad para el neurótico. Lo consuela, por un lado, de sus pasados fracasos, abriéndole, por otro, la perspectiva de futuros éxitos. El enfermo se consuela con la idea de que si fracasó en sus ambiciones, la culpa no fue suya sino del defectuoso orden social prevalente. Espera que con la desaparición del injusto sistema logrará el éxito que anteriormente no consiguiera (1).
Contra esto no se puede emplear la lógica. Ello explicaría el por qué es imposible
convencer a un marxista aún cuando utilicemos los más sólidos argumentos para
demostrarle su error. El neurótico se aferra de tal manera a su utopía que de
tener que optar entre la ensoñación y la lógica, no vacila en sacrificar esta
última, pues la vida, sin el consuelo que el ideario socialista le proporciona,
resultaría insoportable.
Efectivamente, el marxismo le dice al fracasado que de su fracaso él no es
responsable, sino la
sociedad. Este consuelo le permite recuperar su perdida
autoestima, liberándolo del sentimiento de inferioridad que, en otro caso, lo
atormentaría.
Recordemos que los textos socialistas no sólo prometen riqueza para todos,
sino también amor y felicidad, pleno desarrollo físico y espiritual y, ¡oh
sorpresa!, la aparición de abundantes talentos artísticos y científicos.
Precisamente León Trotsky escribió lo siguiente en su ensayo Literatura y Revolución:
«En
la sociedad socialista el hombre medio llegará a igualarse a un Aristóteles, un
Goethe o un Marx. Y por encima de tales cumbres, picos aún mayores se alzarán».
2. El rechazo de la igualdad ante la ley
Analicemos
ahora cómo afecta el síndrome izquierdoso a la clase dirigente argentina,
sector social que orienta y moldea la tendencia ideológica predominante del
resto de la sociedad.
Pero a
diferencia de los ingenuos activistas de izquierda y ultraizquierda, nuestra
clase dirigente tiene mucha responsabilidad en su descuidada y, según veremos,
egoísta manera de pensar.
Cuando las
personas comunes, sobre todo las que pertenecen a la gravitante clase media,
reciben la influencia de dirigentes afectados por el síndrome izquierdoso,
actúan maquinalmente contra sus propios intereses, concepciones y formas
preferidas de vida. Cada persona así condicionada se transforma en un
destructor inconsciente de su propia libertad individual y de la cultura
occidental.
Si escuchamos
los discursos, opiniones o simples comentarios de los dirigentes
-particularmente juveniles y estudiantiles- de partidos políticos democráticos
como la Unión
Cívica Radical y el Justicialismo, por mencionar a los dos
históricamente más importantes, advertimos la fuerte carga de resentimiento,
prejuicio e ideologismo de izquierda que pesa abrumadoramente sobre todos sus
pensamientos y proyectos. Desde el antinorteamericanismo más cerril hasta la
antiglobalización y otras fobias absurdas que forman parte cotidiana del
paisaje ideológico de los argentinos, son una prueba de cómo por influencia de
sus dirigentes el argentino medio se apasiona en la defensa de posiciones que
lo perjudican como integrante de una sociedad libre.
Pero no
solamente los políticos tienen este problema. Los intelectuales, que analizo
más adelante, piensan mayoritariamente así. Toda la clase rectora argentina es,
en términos generales, portadora semiconsciente, en mayor o menor medida, del
síndrome izquierdoso. Y digo semiconsciente porque en parte no saben lo que
hacen y en parte sí lo saben, aunque no lo digan en voz alta. Y hasta quizás
lleguen a engañarse a sí mismos.
Piense el
lector que políticos, periodistas, intelectuales, sindicalistas, empresarios,
ejecutivos y gerentes de empresas privadas, funcionarios públicos, eclesiásticos,
etcétera, componen el grupo de conducción de la sociedad. Se trata de
gente con ciertas cualidades: creatividad, ambición, dinamismo, afán de
perfección y personalidad afirmada. Si ellos fallan, toda la sociedad tambalea.
Pues bien, la
clase dirigente argentina, en términos genéricos, exhibe una tendencia casi
natural a rechazar el sistema capitalista porque cree que en este sistema no
son las personas de mayor mérito quienes alcanzan la riqueza y el prestigio.
Como por lo general estas personas se sobreestiman, tienen mucho miedo al
fracaso y a la humillación de la derrota. Por eso se resisten a admitir que en el
sistema capitalista los únicos que habrán de decidir su suerte son los
consumidores soberanos, y que esos consumidores no juzgan los supuestos méritos
de las personas sino los servicios concretos que reciben de ellas.
Von Mises escribió
en otro ensayo titulado La Mentalidad Anticapitalista :
«Al descontento
que se queja de la injusticia del sistema de mercado cabría replicarles a
manera de consejo: Si usted desea hacerse rico procure complacer al público
ofreciéndole algo que le resulte más barato o que lo apetezca más. Intente
superar la bebida Pinka-Pinka elaborando otra mejor. La igualdad ante la ley lo
faculta para competir con cualquier millonario. En un mercado no perturbado por
medidas restrictivas del gobierno, sólo de usted depende superar al rey del
chocolate, a la estrella de cine o al campeón de boxeo. Ahora bien, usted no es
menos libre, si así lo estima mejor, para despreciar la riqueza que podría
alcanzar en la industria textil o en el boxeo profesional a cambio de la
satisfacción que tal vez obtenga componiendo poemas o redactando ensayos
filosóficos. En este caso, naturalmente, no reunirá usted tanto dinero como
ganan quienes se ponen al servicio de la mayoría».
Efectivamente, esa es la dura y a la vez justa ley del mercado. Los que
satisfacen las apetencias de las minorías obtienen menos ganancia que aquéllos
que buscan complacer los deseos del mayor número de personas. Guste o no a
quien se cree un genio o pretende estar dotado de cualidades, misiones o
virtudes superiores a las de los demás, cuando se trata de ganar dinero el gran
deportista supera al filósofo y el libretista de tiras televisivas al profundo
ensayista.
Conviene aclarar, sin embargo, que el capitalismo es un justo y equilibrado
sistema de organización social que exige una alta eficiencia a los que van
arriba, pero al mismo tiempo hace que los beneficiarios de esa eficiencia sean
los que han quedado debajo.
En el sistema capitalista los individuos y empresas menos eficientes son
subsidiados por los individuos y empresas más eficientes. Los más productivos
ayudan a elevarse a los menos productivos, aún cuando esta generosa
transferencia de recursos iguale hacia abajo el nivel de vida general en
desmedro de los más eficientes.
Se trata de una curiosa y espontánea forma de solidaridad social propia del
mercado libre cuyo principio es buscar la ganancia personal por el único medio
posible de servir eficientemente a los demás.
El economista norteamericano Raymond Ruyer demuestra en su libro Elogio de la Sociedad de Consumo que toda empresa de baja productividad que no sea barrida por la competencia, extrae automáticamente una especie de renta de las empresas más productivas. Este hecho puede observarse en la tendencia de todo mercado libre a la igualación de los salarios. Si no ocurriera así, un obrero de una fábrica de automóviles altamente automatizada y de gran productividad, debería ganar mucho más que un profesor de gramática que no ha aumentado su rendimiento desde hace siglos, lo cual no ocurre en las sociedades más desarrolladas.
El economista norteamericano Raymond Ruyer demuestra en su libro Elogio de la Sociedad de Consumo que toda empresa de baja productividad que no sea barrida por la competencia, extrae automáticamente una especie de renta de las empresas más productivas. Este hecho puede observarse en la tendencia de todo mercado libre a la igualación de los salarios. Si no ocurriera así, un obrero de una fábrica de automóviles altamente automatizada y de gran productividad, debería ganar mucho más que un profesor de gramática que no ha aumentado su rendimiento desde hace siglos, lo cual no ocurre en las sociedades más desarrolladas.
La explicación es simple: por un lado, es necesario sustraer al profesor de
gramática del mercado laboral de las fábricas de automotores, y la única forma
de hacerlo es elevando su salario; por el otro lado, en el mercado libre impera
la ley de los menores costos, y cuando las empresas reducen sus costos de
producción acicateados por la competencia e impulsadas por el afán de lucro,
los ahorros de capital así logrados benefician generosamente al conjunto de
consumidores sin discriminar entre quienes han sido más o menos productivos en
sus respectivas actividades laborales o empresariales. «Un profesor de
gramática -explica Ruyer- puede comprar ahora un automóvil no porque
haya aumentado su rendimiento como profesor, sino porque los productores de
automóviles han aumentado su rendimiento como productores»
El capitalismo es, en definitiva, la aplicación acabada del principio de la
igualdad ante la ley. Y
el rechazo que sienten particularmente los ricos por este sistema se debe a que
la igualdad ante la ley los expone al fracaso. Efectivamente, saben que su
posición en la vida depende pura y exclusivamente de ellos mismos, y que es
precisamente el sistema de la igualdad ante la ley el que hace resaltar las
desigualdades naturales existentes entre los hombres. Si fracasan es pura y
exclusivamente culpa de ellos. Por eso siempre los sorprendemos exteriorizando
cierta preferencia por el intervencionismo estatal al cual pueden culpar si las
cosas les van mal.
En la Argentina, la clase dirigente fue la principal culpable de que por
décadas se mantuviera un sistema estatista-corporativo-inflacionario-prebendario
que finalmente estalló en la hiperinflación de 1989. Es que en ese sistema
todos dependíamos de factores exógenos y no de nuestros propios méritos.
La crisis de 1989 que obligó al gobierno socialdemócrata de Raúl Alfonsín a abandonar el poder seis meses antes de finalizar su mandato constitucional, convenció a buena parte de la clase dirigente argentina de la conveniencia de aceptar las ideas liberales que venían predicando en soledad unos pocos políticos, economistas y pensadores lúcidos.
La crisis de 1989 que obligó al gobierno socialdemócrata de Raúl Alfonsín a abandonar el poder seis meses antes de finalizar su mandato constitucional, convenció a buena parte de la clase dirigente argentina de la conveniencia de aceptar las ideas liberales que venían predicando en soledad unos pocos políticos, economistas y pensadores lúcidos.
Pero, como era de esperar, quisieron cambiar tan sólo algunas cosas y dejar
las otras como estaban. Aprobaban las privatizaciones, la apertura económica,
la estabilidad monetaria y las desregulaciones que llevó a cabo el presidente
justicialista Carlos Menem a partir de julio de 1989, pero cuando estas
transformaciones afectaron algún privilegio individual o corporativo
reaccionaron mostrando la hilacha de su preferencia por la adulteración del
mercado y la supresión de libertades individuales siempre que fuera en propio
beneficio (2).
Podemos comprender racionalmente que el sistema capitalista es el más justo
y beneficioso para toda la sociedad, sobre todo para los menos dotados y los
que menos tienen. Sin embargo, en el momento decisivo aflora la poca confianza
que parecemos tener en nosotros mismos y preferimos conservar los pequeños o
grandes privilegios que todos hemos ido obteniendo - siempre a costa de los más
pobres – del perverso y antisocial sistema con el que convivimos por más de
medio siglo.
El síndrome izquierdoso nos induce a resistir los profundos cambios que
deben realizarse. Con lo cual no hacemos otra cosa que exteriorizar nuestro
miedo a quedar expuestos a ocupar en la vida el verdadero lugar que nos
merecemos. La mediocridad servil, pero ilusoriamente estable y exenta de
sobresaltos, parece preferible a la libertad con sus riesgos e incertidumbres.
3. El error de los intelectuales
Pero es en nuestros intelectuales donde este fenómeno cala en mayor
profundidad. En unos por su docta ignorantia
- según el sutil concepto de Nicolás de Cusa - ; en otros, a causa de su
excesiva especialización, que no les permite ver lo que ocurre fuera de su
estrechísimo campo de conocimientos; y en los más, por sus pequeños egoísmos y
resentimientos personales.
«El socialismo es un error de los intelectuales». La contundente
afirmación pertenece al economista y jurista austríaco, premio Nobel de
Economía, Friedrich A. Hayek. Por su parte Mises ya había demostrado la
absoluta inviabilidad de la economía marxista en su monumental obra El
Socialismo, con argumentos que nadie ha logrado refutar hasta hoy.
Ante todo reconozcamos que entre nuestros intelectuales no hay casi
liberales. Unos pocos son marxistas-leninistas-stalinistas; otros son
socialistas de derecha (un nazi, un neonazi, un fascista y ciertos
nacionalistas ultracatólicos, son socialistas de derecha, con notables
coincidencias ideológicas con sus mortales enemigos de la izquierda), pero la
mayoría profesa un ambiguo, desteñido y contradictorio socialismo de izquierda,
aunque se autocalifiquen de independientes, peronistas o radicales.
Veamos como el síndrome izquierdoso hace estragos en ellos.
Nuestra clase pensante (3) está integrada - al igual que en todo
el mundo - por una minoría talentosa y por miles de ilusos que escriben,
componen música, dictan clases, dan conferencias, actúan en algún organismo
científico del gobierno o investigan en un laboratorio, pero carecen de las
cualidades indispensables para emerger del anonimato.
Todos ellos aspiran, como es propio de este tipo de personalidades, a
cierta notoriedad y reconocimiento, por lo menos dentro del ambiente académico
en el que se desempeñan. Pero la mayoría no lo consigue. Quizás sus obras
adolecen de falta de originalidad, o sus estilos resultan aburridos y ripiosos,
o simplemente son de esos haraganes pintorescos que parlan y parlan pero nunca
producen nada. Tal vez debieran dedicarse a otra cosa. Pero ellos no lo creen
así, y nadie podría negarles el derecho a persistir obstinadamente en una
vocación equivocada.
Lo malo es que el fracaso crónico los vuelve resentidos. Y la primera
objeción que estos intelectuales formulan contra el sistema capitalista
proviene, precisamente, de ese resentimiento: piensan que en una economía de
mercado la sociedad es injusta con ellos al no reconocerles los méritos y altos
valores que se atribuyen a sí mismos.
El escritor mediocre se resiste a aceptar que sus trabajos no despierten
ningún interés en el público, apatía que en un país libre se manifiesta a
través del rechazo de los editores. Estos pueden cometer errores – ¡y de hecho
esto ha ocurrido y seguirá ocurriendo con grandes autores! – , pero hay que
admitir que el interés de los editores está en saber lo que el público quiere.
Y es natural y lógico que antes de arriesgar sus capitales deban conocer los
gustos y preferencias de la gente que compra libros.
Pero como los intelectuales tienen el prejuicio de que su actividad es superior en jerarquía a las otras actividades meramente económicas, no aceptan subordinar el éxito o fracaso de sus carreras a la decisión de los empresarios.
Pero como los intelectuales tienen el prejuicio de que su actividad es superior en jerarquía a las otras actividades meramente económicas, no aceptan subordinar el éxito o fracaso de sus carreras a la decisión de los empresarios.
Es que el intelectual medio, encerrado en su reducido mundo (un intelectual
no es necesariamente una persona culta), no alcanza a percibir el mecanismo de
la interdependencia social que dinamiza a la civilización occidental
contemporánea. Ignoran que en esta compleja interdependencia no hay fines
últimos económicos, pues la economía se ocupa sólo de los medios para alcanzar
nuestros fines superiores. Vean lo que escribió ese genio de la libertad que
fue Juan Bautista Alberdi:
«No es el
materialismo, es el espiritualismo ilustrado lo que nos induce a colocar los
intereses económicos como fines de primer rango en el derecho constitucional
argentino».
Los intelectuales por lo general desconocen que el empresario moderno está
dotado de una insospechada dimensión intelectual – producto de la gimnasia de
la competencia capitalista –, y que sus facultades mentales suelen alcanzar un
desarrollo y exigencia superiores a las del escritor o artista medios.
Esto lo afirma Ludwig von Mises en su obra anteriormente citada, quien
además hace allí una descripción asombrosa de la tendencia filomarxista de los
grandes actores de Hollywood de su época, causada fundamentalmente por su miedo
a la competencia que los expone a perder el favor del público y su fastuosa
vida de millonarios.
«La incapacidad
de muchos de los que a sí mismos se califican de intelectuales – escribió este autor – queda evidenciada en su
limitación para apreciar las condiciones personales e intelectuales que se
necesitan para dirigir con éxito cualquier empresa mercantil».
Miles de libros editados durante décadas por una editorial universitaria
estatal con prescindencia de las preferencias del mercado, duermen invendibles
en las mesas de saldos, lo cual demuestra que no se puede obligar a la gente a
leer lo que no desea leer. Como tampoco se puede inducir a nadie a escuchar la
música que no le gusta o ver los aburridos programas de la televisión oficial.
La libertad económica no es libertad para los empresarios y capitalistas,
es esencialmente libertad del público para elegir y decidir con su elección qué
es lo que debe producirse, editarse o filmarse para satisfacer sus deseos y
necesidades.
Pero por lo general los intelectuales prefieren el mecenazgo del Estado a
tener que esforzarse por conquistar el interés del público, y atribuyen a
injusticias del sistema el que los ciudadanos libres no se molesten en
cambiarse para asistir a tal o cual representación teatral, o que corran el
dial cuando no les gusta la orquesta que está tocando.
¿Qué es lo que pretenden entonces? No lo saben muy bien, pero sueñan con
una especie de «socialización de la cultura» en donde un Estado justo, sensible
a las manifestaciones del espíritu, se ocupe de difundir sus obras para
beneficio de toda la
sociedad. Creen que una organización gubernamental exenta de
fines comerciales reconocería los méritos de cada artista, poeta o
investigador, y lo lanzaría a la fama prodigándole halagos académicos y una
vida sin sobresaltos económicos dedicada pura y exclusivamente a su misión
superior.
Dejando de lado el hecho nada justo de que toda la sociedad debería
mantener a miles de becados ignotos cuyos supuesto méritos no han sido
evaluados por ella a través del mercado sino por burócratas anónimos, los
mismos intelectuales beneficiados por tal sistema serían sus principales
damnificados.
¿Acaso el paraíso que prometía la ex unión Soviética en los tiempos de Stalin no era algo parecido a esto? ¿Y qué pasó con Boris Pasternak, Solzhenitsyn y el poeta Josef Brodsky, los tres galardonados con el premio Nobel de literatura, y cuyas geniales obras fueron prohibidas por el Sindicato de Escritores Soviéticos y rescatadas para la cultura universal por los sagaces editores privados de Occidente? El primero murió ignorado y marginado en su propia patria, el segundo debió optar por el exilio y el tercero fue encarcelado bajo el cargo de parásito social.
¿Acaso el paraíso que prometía la ex unión Soviética en los tiempos de Stalin no era algo parecido a esto? ¿Y qué pasó con Boris Pasternak, Solzhenitsyn y el poeta Josef Brodsky, los tres galardonados con el premio Nobel de literatura, y cuyas geniales obras fueron prohibidas por el Sindicato de Escritores Soviéticos y rescatadas para la cultura universal por los sagaces editores privados de Occidente? El primero murió ignorado y marginado en su propia patria, el segundo debió optar por el exilio y el tercero fue encarcelado bajo el cargo de parásito social.
Lo dramático es que aún con sus lacras y limitaciones, esta comunidad
heterogénea ejerce una influencia decisiva sobre el resto de la sociedad. Son los
orientadores de la opinión pública, los que ponen de moda las ideologías
dominantes, las buenas y las malas, e influyen sobre las decisiones políticas
trascendentales.
Sus pensamientos se divulgan en las aulas donde enseñan, en los círculos
que frecuentan, en los medios periodísticos (de dueños capitalistas) que logran
dominar y a través de los organismos internacionales donde están representados
por sus colegas más afortunados: la OEA, la UNESCO, la CEPAL, algunas famosas
universidades norteamericanas, etcétera.
Nada más peligroso que un intelectual resentido temeroso de la libertad. Aunque
sea un don nadie, oficia de lazarillo del mundo, para bien o para mal. Sus
ideas serán asimiladas por la opinión pública que las trasladará al sistema de
mando.
Recuérdese que el poder se funda siempre en el consentimiento de la opinión
pública, no en la fuerza ni en el dinero, como creen los intelectuales que
desconocen así su propio poder social.
Pues bien, el socialismo, el estatismo y el corporativismo siguen
prevaleciendo en nuestro sistema de poder porque nuestros intelectuales todavía
se aferran – por error o por temor – a los dogmas y mitos que sostienen
aquellas fracasadas formas de organización social.
Conclusión para
intelectuales no izquierdistas
De lo cual se deduce que es insuficiente entusiasmar al público con el
novedoso cambio que prometen los conceptos básicos del liberalismo, tal como se
logró, en parte y muy endeblemente, durante los años noventa. Es necesario
convencer a los intelectuales.
Si los pocos intelectuales que estamos del otro lado lográramos hacerles
comprender a nuestros colegas izquierdosos que en el sistema capitalista hasta
los menos aptos tienen posibilidades de llegar a algún sector del público,
porque la libertad económica acumula abundantes capitales y genera un mercado
consumidor ávido de nuevas emociones y con capacidad económica para comprar
libros, asistir a conciertos y llenar salas de teatro, probablemente se
entusiasmarían en predicar las ideas de la libertad.
______
(1) En nuestro país, en la trágica década de los setenta, muchos psicólogos y psicoanalistas comprometidos con la subversión, inducían a sus pacientes a luchar contra el «sistema», causante, según ellos, de sus neurosis y fracasos personales.
(2) Vean lo que sucedió con la industria automotriz: Las terminales le
exigían a Menem libertad para importar autopartes porque así abarataban sus
costos de fabricación, pero al mismo tiempo exigían restricciones para la
importación de automóviles y, con el pretexto de que la industria automotriz
representaba el 10 por ciento de nuestro PBI lograron un régimen de privilegio
con cupos de importación. Por su parte, los autopartistas (aunque con menos
suerte) pretendían el mismo privilegio.
(3) En 2004 se produjo un acontecimiento inédito y alentador: un grupo de
intelectuales argentinos encabezados por los izquierdistas moderados Marcos
Aguinis y Juan José Sebrelli firmaron una declaración de condena al régimen de
Fidel Castro por sus últimas violaciones a los derechos humanos
(encarcelamientos de periodistas disidentes y fusilamientos de tres desdichados
que secuestraron una nave para huir de la isla). Lo curioso fue que durante una
reunión pública que estos escritores organizaron para debatir democráticamente
sobre el tema, grupos de activistas de ultraizquierda impidieron su normal
desarrollo con insultos, amenazas y actos de violencia incalificables, entre
ellos la cobarde agresión que debió soportar el doctor Roberto Alemann que
caminaba casualmente por el lugar. Ante las cámaras de televisión que
registraban los acontecimientos, uno de los cabecillas, un hombre maduro con
barba canosa, trató de «gusanos», entre otros epítetos, a los intelectuales que
defendían el derecho de los cubanos de pensar diferente y de expresar
libremente sus ideas. Y sobre la agresión al doctor Alemann dijo que éste se lo
merecía porque había ido arrogantemente a provocarlos. ¡Imagínese el lector a
un caballero como Alemann yendo deliberadamente a desafiar con su presencia a
esos fascinerosos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario