Sam
Harris
El Fin de la Fe, Religión,
Terror, y el Futuro de la Razón
traducción: Hugo Donner
EPILOGO
Mi
objetivo al escribir este libro fue contribuir a cerrarle
la puerta a un cierto estilo de irracionalidad.
Aunque la fe religiosa es la única clase de
ignorancia humana que no admite siquiera la posibilidad
de corrección, aún así está protegida de la crítica en cada resquicio de
nuestra cultura.
Al renunciar a todas las fuentes válidas de
información sobre el mundo (tanto espirituales como mundanas), nuestras
religiones han abrazado arcaicos tabúes y modas pre-científicas como si ellas
contuvieran una significación metafísica extraordinaria.
Libros que se afilian al espectro más estrecho
de la comprensión política, moral, científica y espiritual – libros que,
solamente a causa de su antigüedad, nos ofrecen la más diluida percepción
respecto al presente – se nos siguen imponiendo dogmáticamente como la última
palabra en asuntos de la mayor importancia.
En el mejor de los casos, la fe incapacita a
personas totalmente bien intencionadas para pensar racionalmente acerca de sus
más profundas preocupaciones. En el peor
de los casos, es una fuente continua de violencia humana. Incluso ahora, muchos de nosotros estamos
motivados no por lo que sabemos sino por lo que simplemente preferimos
imaginar. Muchos están dispuestos a
sacrificar felicidad, compasión y justicia en este mundo, a cambio de una
fantasía de un mundo por venir.
Estas y otras degradaciones nos esperan a lo
largo del muy gastado camino de la piedad.
Lo que sea que nuestras diferencias religiosas puedan significar para la
próxima vida, solo tienen un final en ésta – un futuro de ignorancia y
carnicería.
Vivimos en sociedades que aún están
restringidas por leyes religiosas y amenazadas por la violencia religiosa. ¿Qué pasa con nosotros, y específicamente
con nuestro discurso hacia los demás, que mantenemos sueltos por el mundo esos
asombrosos ejemplos de maldad? Hemos
visto que la educación y la riqueza son insuficientes garantías de racionalidad. Efectivamente, incluso en occidente, hombres
y mujeres educados aún se aferran a sangrientas herencias de una era
anterior. Mitigar este problema no es
meramente cuestión de neutralizar a la minoría de extremistas religiosos; consiste
en encontrar enfoques de la ética y la experiencia espiritual que no apelen a
la fe, y divulgar este conocimiento a todos.
Por supuesto, uno siente que el problema es
insoluble. ¿Qué podría hacer que
billones de personas reconsideren sus creencias religiosas? Y sin embargo, es obvio que una cabal
revolución en nuestro pensamiento se puede lograr en una sola generación: si
los padres y maestros simplemente dieran respuestas honestas a las preguntas de
cada niño. Nuestras dudas respecto a un
proyecto tal deberían ser atemperadas por la comprensión de su necesidad, ya
que no hay ninguna razón para creer que vayamos a sobrevivir indefinidamente a
nuestras diferencias religiosas.
Imagine lo que sería para nuestros
descendientes experimentar la caída de la civilización. Imagine fallas en la razonabilidad tan
completas que causen que las bombas más poderosas caigan sobre nuestras mayores
ciudades en defensa de nuestras diferencias religiosas. ¿Cómo se verían los infortunados
sobrevivientes de ese holocausto al mirar atrás a la vertiginosa carrera de la
estupidez humana que los condujo al precipicio?
Una visión desde el fin del mundo seguramente comprobará que los seis
billones que hoy somos hicimos mucho para preparar el camino al Apocalipsis.
Nuestro mundo está ardiendo de malas
ideas. Todavía hay lugares donde se
mata a la gente por crímenes imaginarios – como la blasfemia – y donde la
totalidad de la educación de un niño consiste en aprender a recitar pasajes de
un antiguo libro de ficción religiosa.
Hay países donde a las mujeres se les niega casi toda libertad humana,
excepto la libertad de concebir. Y sin
embargo, esas mismas sociedades están adquiriendo rápidamente unos terribles
arsenales de armamento avanzado. Si no
somos capaces de inspirar al mundo en desarrollo, y al mundo musulmán en
particular, para que se encaminen hacia objetivos compatibles con una
civilización global, entonces nos espera un futuro negro.
La competencia entre nuestras religiones es de
suma cero. La violencia religiosa aún
existe porque nuestras religiones son intrínsecamente
hostiles entre sí. Cuando parece que no
lo fuera, es porque el conocimiento secular y los intereses seculares
restringen las más letales indecencias de la fe. Es hora de que reconozcamos que dentro de los
cánones del Cristianismo, el Islam, el Judaísmo o cualquiera de nuestras otras
confesiones, no existen cimientos reales para la tolerancia y la diversidad
religiosa.
Si algún día la guerra religiosa se torna en
algo impensable, del mismo modo como parecería que está ocurriendo con la
esclavitud o el canibalismo, será gracias a que nos hayamos desprendido del
dogma de la fe. Si nuestro tribalismo
alguna vez cederá ante una identidad moral extendida, nuestras creencias religiosas
no podrán seguir refugiadas contra las mareas de la genuina investigación y la
genuina crítica. Es hora de que nos
demos cuenta de que pretender conocimiento donde sólo hay esperanza piadosa, es
una especie de maldad. Cada vez que la
convicción crece en proporción inversa a su justificación, hemos perdido la
misma base de la cooperación humana.
Cuando tenemos razones para nuestras creencias, no tenemos necesidad de
fe; cuando no tenemos razones, hemos perdido la conexión con el mundo y con
nuestros semejantes. Las personas que cobijan
convicciones sin evidencia deberían encontrarse en los márgenes de la sociedad,
no en los ámbitos de poder. Lo único que
deberíamos respetar en la fe de una persona es su deseo de una vida mejor en este mundo; no necesitamos de manera
alguna respetar su certeza de que una vida mejor lo espera en el próximo.
Nada es más sagrado que los hechos. Nadie, por lo tanto, debiera ganar puntos en
el discurso auto-engañándose. La prueba
de fuego de la razonabilidad debería ser obvia: quien realmente quiera saber
cómo es el mundo, tanto en términos físicos como espirituales, debería estar
abierto a nueva evidencia. Nos debería
reconfortar el hecho de que las personas tienden a ajustarse a este principio
siempre que estén obligadas. Esto
siempre será un problema para la religión.
Las mismas manos que sostienen nuestra fe serán las que la sacudan.
Todavía no está claro qué significa ser
humano, porque cada faceta de nuestra cultura – e incluso nuestra misma
biología – está permanentemente abierta a la innovación y la comprensión. No sabemos qué seremos dentro de mil años – o
incluso si seremos, dada la ridiculez
de muchas de nuestras creencias – pero cualesquiera sean los cambios que nos
aguardan, una cosa parecería difícil que cambie: mientras dure la experiencia,
la diferencia entre felicidad y sufrimiento seguirá siendo nuestra principal
preocupación. Por lo tanto querremos
comprender los procesos – bioquímicos, comportamentales, éticos, políticos,
económicos y espirituales – que explican esa diferencia.
No tenemos aún nada parecido a una comprensión
definitiva de esos procesos, pero sabemos suficiente como para descartar muchas
comprensiones falsas. En efecto, sabemos
lo suficiente como para poder decir que el Dios de Abraham no sólo no es digno
de la inmensidad de la creación; es indigno incluso del hombre.
No sabemos qué nos espera a cada uno luego de
la muerte, pero sabemos que moriremos.
Seguramente debe ser posible vivir éticamente – con una preocupación
genuina por la felicidad de otros seres conscientes – sin presumir saber cosas
sobre las que somos evidentemente ignorantes.
Considérelo: cada persona que haya conocido, todos los que cruce en la
calle hoy, van a morir. Si viven lo
suficiente, cada uno sufrirá la pérdida de sus amigos y familia. Todos perderán todo lo que aman en este
mundo. ¿Porqué alguien desearía ser otra
cosa que bondadoso con ellos mientras tanto?
Estamos unidos unos con otros. El hecho de que nuestras intuiciones éticas
deben sobrevenir a nuestra biología no significa que las verdades éticas se
reduzcan a las biológicas. Somos los
jueces finales de lo que es bueno, tanto como seguimos siendo los jueces
finales de lo que es lógico. Y en
ninguno de los dos frentes se ha llegado al final de la conversación. No es necesario que haya un esquema de
recompensas y castigos que trascienda esta vida para justificar nuestras
intuiciones morales o para hacerlas efectivas como guía de nuestro
comportamiento en el mundo. Los únicos
ángeles que debemos invocar son los de nuestra mejor naturaleza: razón,
honestidad, y amor. Los únicos demonios
que debemos temer son los que anidan dentro de cada mente humana: ignorancia,
odio, avaricia, y fe, que es
seguramente la obra de arte del demonio.
Es seguro que el hombre no es la medida de todas las cosas.
Este universo está impregnado de misterio. El mismo hecho de su existencia, y de la
nuestra, es un misterio absoluto, y el único milagro digno de ese nombre. La conciencia que nos anima es ella misma
central a ese misterio y la base para cualquier experiencia que queramos llamar
“espiritual”. No es necesario abrazar
ningún mito para experimentar comunión con la profundidad de nuestra
circunstancia. No es necesario adorar a
ningún Dios personal para vivir en continuo asombro por la belleza y la
inmensidad de la creación. No es
necesario practicar ninguna ficción tribal para comprender, un buen día, que
efectivamente amamos a nuestros vecinos, que nuestra felicidad está
inextricablemente ligada a la suya, y que nuestra interdependencia requiere que
todos en todas partes tengan la oportunidad de florecer.
Los días de nuestras identidades religiosas
están contados. Que los días de la
civilización también lo estén parecería depender, quizá demasiado, de cuán
pronto nos demos cuenta de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario