jueves, 15 de septiembre de 2016

El Fin de la Fe, Religión, Terror, y el Futuro de la Razón - Sam Harris (Epílogo)

Sam Harris
El Fin de la Fe, Religión, Terror, y el Futuro de la Razón
traducción:  Hugo Donner

EPILOGO

Mi objetivo al escribir este libro fue contribuir a cerrarle la puerta a un cierto estilo de irracionalidad.
Aunque la fe religiosa es la única clase de ignorancia humana que no admite siquiera la posibilidad de corrección, aún así está protegida de la crítica en cada resquicio de nuestra cultura.

Al renunciar a todas las fuentes válidas de información sobre el mundo (tanto espirituales como mundanas), nuestras religiones han abrazado arcaicos tabúes y modas pre-científicas como si ellas contuvieran una significación metafísica extraordinaria.
Libros que se afilian al espectro más estrecho de la comprensión política, moral, científica y espiritual – libros que, solamente a causa de su antigüedad, nos ofrecen la más diluida percepción respecto al presente – se nos siguen imponiendo dogmáticamente como la última palabra en asuntos de la mayor importancia.

En el mejor de los casos, la fe incapacita a personas totalmente bien intencionadas para pensar racionalmente acerca de sus más profundas preocupaciones.  En el peor de los casos, es una fuente continua de violencia humana.   Incluso ahora, muchos de nosotros estamos motivados no por lo que sabemos sino por lo que simplemente preferimos imaginar.  Muchos están dispuestos a sacrificar felicidad, compasión y justicia en este mundo, a cambio de una fantasía de un mundo por venir.
Estas y otras degradaciones nos esperan a lo largo del muy gastado camino de la piedad.   Lo que sea que nuestras diferencias religiosas puedan significar para la próxima vida, solo tienen un final en ésta – un futuro de ignorancia y carnicería.

Vivimos en sociedades que aún están restringidas por leyes religiosas y amenazadas por la violencia religiosa.   ¿Qué pasa con nosotros, y específicamente con nuestro discurso hacia los demás, que mantenemos sueltos por el mundo esos asombrosos ejemplos de maldad?  Hemos visto que la educación y la riqueza son insuficientes garantías de racionalidad.  Efectivamente, incluso en occidente, hombres y mujeres educados aún se aferran a sangrientas herencias de una era anterior.  Mitigar este problema no es meramente cuestión de neutralizar a la minoría de extremistas religiosos; consiste en encontrar enfoques de la ética y la experiencia espiritual que no apelen a la fe, y divulgar este conocimiento a todos.

Por supuesto, uno siente que el problema es insoluble.  ¿Qué podría hacer que billones de personas reconsideren sus creencias religiosas?  Y sin embargo, es obvio que una cabal revolución en nuestro pensamiento se puede lograr en una sola generación: si los padres y maestros simplemente dieran respuestas honestas a las preguntas de cada niño.   Nuestras dudas respecto a un proyecto tal deberían ser atemperadas por la comprensión de su necesidad, ya que no hay ninguna razón para creer que vayamos a sobrevivir indefinidamente a nuestras diferencias religiosas.

Imagine lo que sería para nuestros descendientes experimentar la caída de la civilización.   Imagine fallas en la razonabilidad tan completas que causen que las bombas más poderosas caigan sobre nuestras mayores ciudades en defensa de nuestras diferencias religiosas.  ¿Cómo se verían los infortunados sobrevivientes de ese holocausto al mirar atrás a la vertiginosa carrera de la estupidez humana que los condujo al precipicio?  Una visión desde el fin del mundo seguramente comprobará que los seis billones que hoy somos hicimos mucho para preparar el camino al Apocalipsis.

Nuestro mundo está ardiendo de malas ideas.   Todavía hay lugares donde se mata a la gente por crímenes imaginarios – como la blasfemia – y donde la totalidad de la educación de un niño consiste en aprender a recitar pasajes de un antiguo libro de ficción religiosa.   Hay países donde a las mujeres se les niega casi toda libertad humana, excepto la libertad de concebir.   Y sin embargo, esas mismas sociedades están adquiriendo rápidamente unos terribles arsenales de armamento avanzado.  Si no somos capaces de inspirar al mundo en desarrollo, y al mundo musulmán en particular, para que se encaminen hacia objetivos compatibles con una civilización global, entonces nos espera un futuro negro.

La competencia entre nuestras religiones es de suma cero.  La violencia religiosa aún existe porque nuestras religiones son intrínsecamente hostiles entre sí.  Cuando parece que no lo fuera, es porque el conocimiento secular y los intereses seculares restringen las más letales indecencias de la fe.  Es hora de que reconozcamos que dentro de los cánones del Cristianismo, el Islam, el Judaísmo o cualquiera de nuestras otras confesiones, no existen cimientos reales para la tolerancia y la diversidad religiosa.

Si algún día la guerra religiosa se torna en algo impensable, del mismo modo como parecería que está ocurriendo con la esclavitud o el canibalismo, será gracias a que nos hayamos desprendido del dogma de la fe.  Si nuestro tribalismo alguna vez cederá ante una identidad moral extendida, nuestras creencias religiosas no podrán seguir refugiadas contra las mareas de la genuina investigación y la genuina crítica.  Es hora de que nos demos cuenta de que pretender conocimiento donde sólo hay esperanza piadosa, es una especie de maldad.  Cada vez que la convicción crece en proporción inversa a su justificación, hemos perdido la misma base de la cooperación humana.  Cuando tenemos razones para nuestras creencias, no tenemos necesidad de fe; cuando no tenemos razones, hemos perdido la conexión con el mundo y con nuestros semejantes.  Las personas que cobijan convicciones sin evidencia deberían encontrarse en los márgenes de la sociedad, no en los ámbitos de poder.  Lo único que deberíamos respetar en la fe de una persona es su deseo de una vida mejor en este mundo; no necesitamos de manera alguna respetar su certeza de que una vida mejor lo espera en el próximo.

Nada es más sagrado que los hechos.  Nadie, por lo tanto, debiera ganar puntos en el discurso auto-engañándose.  La prueba de fuego de la razonabilidad debería ser obvia: quien realmente quiera saber cómo es el mundo, tanto en términos físicos como espirituales, debería estar abierto a nueva evidencia.  Nos debería reconfortar el hecho de que las personas tienden a ajustarse a este principio siempre que estén obligadas.  Esto siempre será un problema para la religión.  Las mismas manos que sostienen nuestra fe serán las que la sacudan.

Todavía no está claro qué significa ser humano, porque cada faceta de nuestra cultura – e incluso nuestra misma biología – está permanentemente abierta a la innovación y la comprensión.  No sabemos qué seremos dentro de mil años – o incluso si seremos, dada la ridiculez de muchas de nuestras creencias – pero cualesquiera sean los cambios que nos aguardan, una cosa parecería difícil que cambie: mientras dure la experiencia, la diferencia entre felicidad y sufrimiento seguirá siendo nuestra principal preocupación.  Por lo tanto querremos comprender los procesos – bioquímicos, comportamentales, éticos, políticos, económicos y espirituales – que explican esa diferencia.
No tenemos aún nada parecido a una comprensión definitiva de esos procesos, pero sabemos suficiente como para descartar muchas comprensiones falsas.  En efecto, sabemos lo suficiente como para poder decir que el Dios de Abraham no sólo no es digno de la inmensidad de la creación; es indigno incluso del hombre.

No sabemos qué nos espera a cada uno luego de la muerte, pero sabemos que moriremos.   Seguramente debe ser posible vivir éticamente – con una preocupación genuina por la felicidad de otros seres conscientes – sin presumir saber cosas sobre las que somos evidentemente ignorantes.  Considérelo: cada persona que haya conocido, todos los que cruce en la calle hoy, van a morir.  Si viven lo suficiente, cada uno sufrirá la pérdida de sus amigos y familia.  Todos perderán todo lo que aman en este mundo.  ¿Porqué alguien desearía ser otra cosa que bondadoso con ellos mientras tanto?

Estamos unidos unos con otros.  El hecho de que nuestras intuiciones éticas deben sobrevenir a nuestra biología no significa que las verdades éticas se reduzcan a las biológicas.  Somos los jueces finales de lo que es bueno, tanto como seguimos siendo los jueces finales de lo que es lógico.  Y en ninguno de los dos frentes se ha llegado al final de la conversación.   No es necesario que haya un esquema de recompensas y castigos que trascienda esta vida para justificar nuestras intuiciones morales o para hacerlas efectivas como guía de nuestro comportamiento en el mundo.  Los únicos ángeles que debemos invocar son los de nuestra mejor naturaleza: razón, honestidad, y amor.  Los únicos demonios que debemos temer son los que anidan dentro de cada mente humana: ignorancia, odio, avaricia, y fe, que es seguramente la obra de arte del demonio.

Es seguro que el hombre no es la medida de todas las cosas.  Este universo está impregnado de misterio.  El mismo hecho de su existencia, y de la nuestra, es un misterio absoluto, y el único milagro digno de ese nombre.  La conciencia que nos anima es ella misma central a ese misterio y la base para cualquier experiencia que queramos llamar “espiritual”.  No es necesario abrazar ningún mito para experimentar comunión con la profundidad de nuestra circunstancia.  No es necesario adorar a ningún Dios personal para vivir en continuo asombro por la belleza y la inmensidad de la creación.  No es necesario practicar ninguna ficción tribal para comprender, un buen día, que efectivamente amamos a nuestros vecinos, que nuestra felicidad está inextricablemente ligada a la suya, y que nuestra interdependencia requiere que todos en todas partes tengan la oportunidad de florecer. 
Los días de nuestras identidades religiosas están contados.   Que los días de la civilización también lo estén parecería depender, quizá demasiado, de cuán pronto nos demos cuenta de ello.



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