Un manifiesto ateo
Traducción
de Fernando
G. Toledo y J.C. Álvarez.
No.
La integridad del ateísmo está contenida en esta
respuesta. El ateísmo no es una filosofía; ni siquiera es una visión del mundo;
es un rechazo a desmentir lo obvio. Desafortunadamente, vivimos en un mundo en
el cual lo obvio es, por principio, pasado por alto. Lo obvio debe ser
observado y reobservado y discutido. Ésta es una tarea ingrata. Se la toma con
un aura de petulancia e insensibilidad. Es, más que nada, una tarea que el ateo
no desea.
Aunque resulta menos notorio, nadie necesita
identificarse a sí mismo como un no-astrólogo o un no-alquimista.
Consecuentemente, no tenemos palabras para la gente que niega la validez de
esas pseudodisciplinas. En el mismo sentido, «ateísmo» es un término que no
debería existir. El ateísmo no es más que el ruido que la gente razonable hace
cuando se topa con el dogma religioso. El ateo es simplemente una persona que
cree que los 260 millones de estadounidenses (el 87% de la población) que dicen
no tener dudas sobre la existencia de Dios
deberían estar obligados a presentar pruebas de su existencia, e incluso, de su
benevolencia, dada la imparable destrucción de seres humanos inocentes de la
que somos testigos a diario.
Nada más que el ateo advierte cuán sorprendente es
nuestra situación: la mayor parte de los nuestros cree en un Dios que, bajo
todo concepto, es igual de fantástico que los dioses del Olimpo; nadie, sea
cuales fueren sus capacidades, puede ocupar un cargo público en los Estados
Unidos sin suponer que ese Dios existe; y muchas de las cosas que pasan en la
política pública en este país se deben a tabúes religiosos y supersticiones
propias de una teocracia medieval. Nuestra realidad es abyecta, indefendible y
horrorosa. Sería graciosa, si las consecuencias no fuesen tan graves.
Vivimos en un mundo donde todas las cosas, buenas y
malas, acaban destruidas por el cambio. Los padres pierden a sus hijos y los
hijos a sus padres. Los maridos y esposas se separan por un instante, y nunca
se vuelven a ver. Los amigos se despiden con prisa, sin saber que será la
última vez que lo hagan. Esta vida, cuando se la mira en su totalidad, se
aparece como poco más que un vasto drama de la pérdida. La mayoría de las
personas, sin embargo, imaginan que hay una cura para esto. Si vivimos
correctamente –ni siquiera éticamente, sino dentro de los parámetros de ciertas
creencias antiguas y conductas estereotipadas– obtendremos todo lo que queramos
después de que hayamos muerto. Cuando caigan finalmente nuestros cuerpos, simplemente
nos desharemos de nuestro lastre corporal y viajaremos a una tierra en la que
nos reuniremos con todos los que amamos cuando estábamos vivos. Por supuesto,
la gente demasiado racional y demás chusma quedará excluida de este sitio
feliz, y aquéllos que suspendieron su increencia mientras vivían serán libres
para disfrutar de sí mismos por toda la eternidad.
Vivimos en un mundo de sorpresas inimaginables
–desde la energía de fusión que irradia el sol a la genética y las
consecuencias evolutivas de estas luces que bailan por eones desde el Oriente–
y todavía el Paraíso conforma a nuestros intereses más superficiales con la
comodidad de un crucero por el Caribe. Esto es asombrosamente extraño. Alguien
que no lo conociera pensaría que el hombre, en su miedo a perder todo lo que
ama, ha creado el cielo, junto con su Dios guardián, a su imagen y semejanza.
Considérese la destrucción que el huracán Katrina
dejó en Nueva Orléans. Más de un millar de personas murieron, decenas de miles
perdieron todas sus posesiones terrenas y cerca de un millón fueron desposeídas
de su hogar. Con seguridad, se puede decir que casi todos los que vivían en
Nueva Orléans en el momento del desastre del Katrina creían en un Dios
omnipotente, omnisciente y compasivo. ¿Pero qué estaba haciendo Dios mientras
un huracán devastaba su ciudad? Seguro que oía la plegarias de los viejos y las
mujeres que huían de la inundación hacia la seguridad de sus azoteas, sólo para
terminar ahogándose más lentamente. Eran personas de fe. Eran buenos hombres y
mujeres que habían rezado durante todas sus vidas. Sólo el ateo ha tenido el
coraje de admitir lo obvio: esa pobre gente murió hablándole a un amigo
imaginario.
Claro, había advertencias de que una tormenta de
proporciones bíblicas sacudiría Nueva Orléans, y la respuesta humana al
desastre posterior fue trágicamente ineficaz. Pero fue ineficaz sólo bajo la
luz de la ciencia. Los indicios del avance del Katrina fueron sacados de la
muda Naturaleza mediante cálculos meteorológicos e imágenes satelitales. Dios
no le cuenta a nadie sus planes. De haberse confiado los residentes de Nueva
Orléans en la caridad del Señor, no se habrían enterado de que un huracán
asesino se abatiría sobre ellos hasta que hubieran sentido las primeras ráfagas
del viento sobre sus rostros. A pesar de todo, según una encuesta del
Washington Post, un 80% de los sobrevivientes del Katrina aseguraban que el
suceso había reforzado su fe en Dios.
Mientras el Katrina devoraba Nueva Orléans, cerca
de mil peregrinos chiítas morían al derribarse un puente en Iraq. No caben
dudas de que esos peregrinos creían poderosamente en el Dios del Corán: sus
vidas estaban organizadas alrededor del hecho indubitable de su existencia; sus
mujeres caminaban con el rostro velado delante de él; sus hombres se mataban
regularmente unos a otros en nombre de interpretaciones enfrentadas de su
palabra. Sería de destacar si uno solo de los sobrevivientes de esta tragedia
perdiera su fe. Lo más probable es que los sobrevivientes imaginen que han sido
resguardados por la gracia de Dios.
Sólo el ateo reconoce el infinito narcisismo y el
autoengaño de los que se salvaron. Sólo el ateo comprende cuán moralmente
despreciable es que los sobrevivientes de una catástrofe se crean salvados por
un Dios amoroso mientras que este mismo Dios ahogaba a los niños en sus cunas.
Debido a que se niega a tapar la realidad del sufrimiento del mundo con el
disfraz de una fantasía de vida eterna, el ateo siente hasta en los huesos cuán
preciosa es la vida, y al mismo tiempo cuán desafortunados son esos millones de
seres humanos que sufren el más terrible ataque a su felicidad sin ninguna
razón valedera.
Uno se pregunta cuán vasta y gratuita tiene que ser
una castástrofe para que alcance a sacudir la fe del mundo. El Holocausto
no lo consiguió. Tampoco lo habría hecho el genocidio en Ruanda, ni aunque sus perpetradores
fuesen sacerdotes armados con machetes. Quinientos millones de personas
murieron de viruela durante el siglo XX, casi todos niños.
Los caminos de Dios son, sin duda, inescrutables. Pareciera que cualquier
hecho, no importa cuán infeliz sea, puede ser compatible con la fe religiosa.
En materia de fe, hemos decidido no tener los pies en la Tierra.
Por supuesto, la gente de fe asegura que Dios no es
responsable del sufrimiento de la humanidad. Pero, ¿cómo podemos entender que
se afirme que Dios es a la vez omnisciente y omnipotente? No hay otro modo, y
es tiempo de que los seres humanos razonables lo asuman. Es el viejo problema
de la teodicea, claro, y deberíamos considerarlo
resuelto. Si Dios existe, pues no puede hacer nada por detener las más
descomunales calamidades o no le importa hacerlo. Dios, por consiguiente, o es
impotente o es malvado. Los lectores piadosos ejecutarán ahora la siguiente
pirueta: Dios no puede ser juzgado por las simples reglas humanas de moralidad.
Pero, obviamente, las simples reglas humanas de moralidad son precisamente las
que primero usan los fieles para establecer la bondad de Dios. Y cualquier Dios
que se preocupara por algo tan trivial como un matrimonio gay o el nombre por
el que debe ser mencionado en una plegaria, no es tan inescrutable después de
todo. Si existiera, el Dios de Abraham no sería solamente indigno de la
inmensidad de la creación, sería indigno de cualquier hombre.
Hay otra posibilidad, claro, y es la más razonable
y la más odiosa: el Dios de la Biblia es una ficción. Como Richard
Dawkins ha observado, todos somos ateos con respecto a Zeus
y a Thor. Sólo el ateo ha concluido que el dios
bíblico no es diferente. Consecuentemente, sólo el ateo es lo suficientemente
compasivo como para tomarse en serio la hondura del sufrimiento mundial. Es
terrible que todos vayamos a morir y perder cada cosa que amamos; es doblemente
terrible que tantos seres humanos sufran sin necesidad mientras viven. Buena
parte de ese sufrimiento puede ser directamente atribuido a la religión –a los
odios religiosos, las guerras religiosas, las ilusiones religiosas (religious
delusions) y las diversiones religiosas de escasos recursos–, y es lo que
convierte al ateísmo en una necesidad moral e intelectual. Es una necesidad, de
todos modos, que desplaza al ateo hacia los márgenes de la sociedad. El ateo,
por el mero hecho de estar en contacto con la realidad, termina lleno de
vergüenza al no tener relación con la vida de fantasía de sus vecinos.
La naturaleza de la creencia
Según varias encuestas recientes, el 22% de los
americanos están totalmente convencidos de que Jesús volverá a la Tierra algún
día de los próximos 50 años. Otro 22% cree que lo anterior es bastante
probable. Seguramente este mismo 44% de americanos son los que van a la iglesia
una vez por semana o más, que creen literalmente que Dios prometió la tierra de
Israel a los judíos, y que quieren prohibir la enseñanza del hecho
biológico de la evolución a nuestros hijos. Como bien sabe el
Presidente George W. Bush, los creyentes de esta categoría constituyen el
segmento más cohesionado y motivado del electorado americano. Por consiguiente,
sus opiniones y prejuicios influyen en casi todas las decisiones de importancia
nacional. Los políticos liberales parecen haber extraído una lección incorrecta
de estos acontecimientos y han vuelto su mirada hacia las Escrituras, preguntándose cómo podrían
congraciarse con las legiones de hombres y mujeres de nuestro país que votan en
gran parte basándose en el dogma religioso. Más del 50% de los americanos tiene
una opinión «negativa» o «sumamente negativa» de la gente que no cree en Dios;
el 70% piensa que es muy importante que los candidatos a la presidencia sean
«firmemente religiosos». La irracionalidad se encuentra ahora en ascenso en los
Estados Unidos: en nuestras escuelas, en nuestros tribunales y en cada rama del
gobierno federal. Sólo el 28% de los americanos cree en la evolución; el 68%
cree en Satán. Una ignorancia de tal calibre, concentrada tanto en la cabeza
como en el vientre de una superpotencia sin rival, representa actualmente un
problema para el mundo entero.
Aunque sea bastante fácil para la gente de buen
tono criticar el fundamentalismo religioso, la llamada «moderación religiosa»
todavía disfruta de un prestigio considerable en nuestra sociedad, incluso
dentro de la torre de marfil. Lo anterior resulta irónico, ya que los
fundamentalistas tienden a hacer un uso de sus cerebros más basado en
principios que los «moderados». Aunque los fundamentalistas justifiquen sus
creencias religiosas con pruebas y argumentos extraordinariamente pobres, al
menos intentan dar una justificación racional. Los moderados, en cambio,
generalmente no hacen más que citar las consecuencias benéficas de la creencia
religiosa. En lugar de decir que creen en Dios porque ciertas profecías
bíblicas se han cumplido, los moderados dirán que ellos creen en Dios porque
esta creencia «da sentido a sus vidas».
Cuando un tsunami mató a cien mil personas el día
siguiente al de Navidad, los fundamentalistas interpretaron fácilmente este
cataclismo como una prueba de la ira de Dios. Al parecer, Dios había enviado otro
mensaje oblicuo a la humanidad sobre los males del aborto, la idolatría y la
homosexualidad. Aunque moralmente obscena, esta interpretación de los
acontecimientos es hasta cierto punto razonable, aceptando determinadas
suposiciones (absurdas). Los moderados, en cambio, rechazan extraer cualquier
conclusión sobre Dios a partir de sus obras. Dios sigue siendo un perfecto
misterio, una mera fuente de consuelo que es compatible con la existencia del
mal más desolador. Ante desastres como el tsunami asiático, la piedad liberal
es apta para producir las más afectadas y pasmosas tonterías imaginables.
Así y todo, los hombres y mujeres de buena voluntad prefieren habitualmente
tales vacuidades a la moralización y profetización odiosas de los creyentes
auténticos. Ante las catástrofes, sin duda es una virtud de la teología liberal
que ésta enfatice la piedad sobre la ira. Vale la pena señalar, sin embargo,
que es la piedad humana lo que se revela --no la de Dios-- cuando los cuerpos
hinchados de los muertos son devueltos por el mar. Cuando miles de niños son
arrancados simultáneamente de los brazos de sus madres y ahogados en el mar
durante días, la teología liberal debe revelarse como lo que es --el más vacuo
y estéril de los pretextos morales. Incluso la teología de la ira tiene más
mérito intelectual. Si Dios existe, su voluntad no es inescrutable. Lo único
inescrutable en estos hechos terribles es que hombres y mujeres
neurológicamente sanos puedan creer lo increíble y pensar que esto es la cumbre
de la sabiduría moral.
Es completamente absurdo sugerir, como hacen los
religiosos moderados, que un ser humano racional pueda creer en Dios
simplemente porque esta creencia le hace feliz, porque alivia su miedo a la
muerte o porque otorga sentido a su vida. La absurdidad se hace obvia en el
momento en que cambiamos la noción de Dios por alguna otra proposición de
consuelo: imaginemos, por ejemplo, que un hombre desea creer que existe un
diamante enterrado en algún lugar de su patio trasero, y que este diamante es
del tamaño de un refrigerador. Sin duda, se sentirá extraordinariamente bien al
creer esto. Imaginemos qué pasaría entonces si ese hombre siguiera el ejemplo
de los religiosos moderados y mantuviera dicha creencia en términos
pragmáticos: cuando se le pregunta por qué piensa que hay un diamante en su
patio trasero y que además ese diamante es miles de veces mayor que ningún otro
que haya sido descubierto, el hombre dice cosas como las siguientes: «Esta
creencia da sentido a mi vida», o «Mi familia y yo disfrutamos cavando para
encontrarlo los domingos», o «Yo no querría vivir en un universo donde no
hubiera un diamante enterrado en mi patio trasero y que fuera del tamaño de un
refrigerador». Claramente estas respuestas son inadecuadas. Pero son peores que
eso. Son las respuestas de un loco o de un idiota.
Aquí podemos ver por qué la
apuesta de Pascal, el
«salto de fe» de Kiergegaard y otros esquemas epistemológicos
fideístas no tienen el menor sentido. Creer que Dios existe es creer que uno se
encuentra en alguna relación con su existencia, tal que dicha existencia es
ella misma la razón de la creencia de uno. Debe haber alguna conexión causal, o
al menos una apariencia de ésta, entre el hecho en cuestión y la aceptación de
ese hecho por parte de la persona. De este modo, podemos ver que las creencias
religiosas, para ser creencias sobre cómo es el mundo, deben ser tan
probatorias en el ámbito del espíritu como en cualquier otro ámbito. Pese a
todos sus pecados contra la razón, los fundamentalistas religiosos entienden lo
anterior; los moderados --casi por definición-- no lo entienden en absoluto.
La incompatibilidad entre la razón y la fe ha sido
un rasgo evidente de la cognición humana y del discurso público durante siglos.
Una persona debe tener buenas razones para sostener firmemente lo que cree o lo
que no cree. Las personas de todos los credos generalmente reconocen la
primacía de las razones, y recurren al razonamiento y a las pruebas siempre que
pueden. Cuando la indagación racional apoya el credo, aquélla siempre es
defendida; cuando representa una amenaza, es ridiculizada, a veces en la misma
frase. Sólo cuando las pruebas favorables a una doctrina religiosa son escasas
o inexistentes, o hay una evidencia aplastante en su contra, sus defensores
invocan la «fe». Es decir, los fieles simplemente citan los motivos para
defender sus creencias (por ejemplo, «el Nuevo Testamento confirma las
profecías del Antiguo testamento», «yo vi la cara de Jesús en una ventana»,
«rezamos, y el cáncer de nuestra hija comenzó a retroceder»). Tales razones son
generalmente inadecuadas, pero son mejores que ninguna razón en absoluto. La fe
no es más que la licencia que la gente religiosa se otorga a sí misma para
seguir creyendo cuando las razones fallan. En un mundo fragmentado por
creencias religiosas incompatibles entre sí, en una nación que se encuentra
cada vez más sometida a concepciones propias de la Edad de Hierro acerca de
Dios, el final de la historia y la inmortalidad del alma, esta lánguida
división de nuestro discurso en asuntos de razón y asuntos de fe es
sencillamente inadmisible.
La fe y la sociedad buena
La gente de fe afirma regularmente que el ateísmo
es responsable de algunos de los crímenes más espantosos del siglo XX. Aunque
sea cierto que los regímenes de Hitler, Stalin, Mao y Pol Pot eran irreligiosos
en diversos grados, no eran especialmente racionales. De hecho, sus
declaraciones públicas eran poco más que letanías de ilusiones: ilusiones sobre
la raza, la identidad nacional, la marcha de la historia o los peligros morales
del intelectualismo. En muchos sentidos, la religión fue directamente culpable
incluso en estos casos. Consideremos el Holocausto: el antisemitismo que
construyó pieza a pieza los crematorios nazis era una herencia directa del
cristianismo medieval. Durante siglos, los alemanes religiosos habían visto a
los judíos como la peor especie de herejes, y habían atribuido todos los males
sociales a su presencia continuada entre los fieles. Mientras en Alemania el
odio a los judíos se expresaba de un modo predominantemente secular, la
demonización religiosa de los judíos continuó existiendo en Europa. (El propio
Vaticano perpetuó el libelo de la sangre en sus publicaciones, en una
fecha tan tardía como 1914.)
Auschwitz, el Gulag y los campos de la muerte no
son ejemplos de lo que ocurre cuando la gente se hace demasiado crítica con las
creencias injustificadas; al contrario, estos horrores son un testimonio de los
peligros que conlleva el no pensar lo bastante críticamente sobre ideologías
seculares específicas. Por supuesto, un argumento racional contra la fe
religiosa no es un argumento para abrazar ciegamente el ateísmo como dogma. El
problema expuesto por el ateo no es otro que el problema del dogma mismo (del
que toda religión participa en grado extremo). No existe ninguna sociedad en la
historia escrita que haya sufrido porque su gente se volviera demasiado
razonable.
Aunque la mayor parte de los americanos creen que
deshacerse de la religión es un objetivo imposible, la mayor parte del mundo
desarrollado ya lo ha conseguido. Cualquier relato sobre un supuesto «gen divino», el cual sería responsable de que la
mayoría de los americanos organicen desvalidamente sus vidas alrededor de
antiguas obras de ficción religiosa, debe explicar por qué tantos habitantes de
otras sociedades del Primer Mundo parecen carecer de dicho gen. El nivel de
ateísmo existente en el resto del mundo desarrollado refuta cualquier argumento
según el cual la religión es de algún modo una necesidad moral. Países como
Noruega, Islandia, Australia, Canadá, Suecia, Suiza, Bélgica, Japón, Países
Bajos, Dinamarca y el Reino Unido se encuentran entre las sociedades menos
religiosas de la Tierra. Según el Informe
de Desarrollo Humano 2005 de las Naciones Unidas, dichos países son
también los más sanos, como indican las medidas de esperanza de vida,
alfabetismo adulto, ingresos per cápita, desarrollo educativo, igualdad entre
sexos, tasa de homicidios y mortandad infantil. A la inversa, las 50 naciones
que ahora se encuentran en el escalafón más bajo en términos de desarrollo
humano son fuertemente religiosas. Otros análisis reflejan la misma situación: los
Estados Unidos son únicos entre las democracias ricas por su nivel de
fundamentalismo religioso y por su oposición a la teoría evolutiva; también son únicos por las altas tasas de homicidio, abortos,
embarazos de adolescentes, casos de SIDA y mortandad infantil. La misma comparativa
es cierta dentro del territorio de los Estados Unidos: los Estados del Sur y
del Medio Oeste, caracterizados por los niveles más altos de superstición
religiosa y de hostilidad hacia la teoría evolutiva, están especialmente
afectados por los mencionados indicadores de disfunción social, mientras que
los estados relativamente seculares del Noreste se conforman más a los
estándares europeos. Desde luego, los datos correlacionales de este tipo no
resuelven las cuestiones de causalidad --la creencia en Dios puede conducir a
la disfunción social; la disfunción social puede dar lugar a la creencia en
Dios; cada factor puede fomentar el otro; o bien ambos factores pueden surgir
de alguna fuente más profunda de disfuncionalidad. Dejando aparte la cuestión de
la causa y el efecto, estos hechos demuestran que el ateísmo es absolutamente
compatible con las aspiraciones básicas de una sociedad civil; también
demuestran, de manera concluyente, que la fe religiosa no hace nada para
asegurar la salud y el bienestar de una sociedad.
Los países con altos niveles de ateísmo también son
los más caritativos en términos de prestación de ayuda extranjera al mundo en
desarrollo. El dudoso eslabón existente entre el fundamentalismo cristiano y
los valores cristianos también es refutado por otros índices de caridad.
Consideremos la proporción entre los salarios de los altos
ejecutivos y los salarios de los empleados medios: en Gran Bretaña es de 24 a
1; en Francia, de 15 a 1; en Suecia, de 13 a 1; en los Estados Unidos, donde el
83% de la población cree que Jesús literalmente resucitó de entre los muertos,
es de 475 a 1. Parece que aquí muchos camellos esperan entrar fácilmente por el
ojo de una aguja.
La religión como fuente de
violencia
Uno de los mayores desafíos afrontados por la
civilización en el siglo XXI es que los seres humanos aprendan a hablar sobre
sus intereses personales más profundos –sobre la ética, la experiencia
espiritual y la inevitabilidad del sufrimiento humano– de un modo que no sea
flagrantemente irracional. Nada obstaculiza más el camino de este proyecto que
el respeto que concedemos a la fe religiosa. Doctrinas religiosas incompatibles
han balcanizado nuestro mundo en comunidades morales separadas –cristianos,
musulmanes, judíos, hindúes, etc.– y estos desacuerdos se han convertido en una
fuente continua de conflicto humano. Ciertamente, la religión es hoy en día una
fuente activa de violencia, tanto como lo fue en cualquier momento del pasado.
Los conflictos recientes en Palestina (judíos contra musulmanes), los Balcanes
(serbios ortodoxos contra croatas católicos; serbios ortodoxos contra musulmanes
bosnios y albaneses), Irlanda del Norte (protestantes contra católicos),
Cachemira (musulmanes contra hindúes), Sudán (musulmanes contra cristianos y
animistas), Nigeria (musulmanes contra cristianos), Etiopía y Eritrea
(musulmanes contra cristianos), Sri Lanka (budistas cingaleses contra hindúes
tamiles), Indonesia (musulmanes contra cristianos timoreses), Irán e Irak
(musulmanes chiítas contra musulmanes sunníes), y Cáucaso (rusos ortodoxos
contra musulmanes chechenos; musulmanes azerbaijanos contra armenios católicos
y ortodoxos) son simplemente algunos ejemplos. En estos lugares, la religión ha
sido la causa explícita de literalmente millones de muertos en los últimos 10
años.
En un mundo dividido por la ignorancia, sólo el
ateo se niega a rechazar lo evidente: la fe religiosa promueve la violencia
humana a un nivel asombroso. La religión inspira la violencia en al menos dos
sentidos: (1) a menudo las personas matan a otros seres humanos porque creen
que el Creador del Universo quiere que así lo hagan (el corolario psicopático
inevitable es que tal acto les asegurará una eternidad de felicidad después de
la muerte). Los ejemplos de este tipo de comportamiento son prácticamente
innumerables, siendo el más destacado el de los terroristas suicidas jihadistas.
(2) Un número cada vez mayor de personas se encuentran inclinadas hacia el
conflicto religioso, simplemente porque su religión constituye el corazón de
sus identidades morales. Una de las patologías duraderas de la cultura humana
es la tendencia a educar a los niños en el temor y a demonizar a otros seres
humanos en base a la religión. Muchos conflictos religiosos que parecen
motivados por intereses terrenales son, por lo tanto, de origen religioso. (Los
irlandeses lo saben muy bien.)
A pesar de todos estos hechos innegables, los
religiosos moderados tienden a imaginarse que el conflicto humano siempre puede
reducirse a la carencia de educación, a la pobreza o a los agravios políticos.
Ésta es una de las muchas ilusiones de la piedad liberal. Para disiparla, sólo
tenemos que pensar en el hecho de que los secuestradores del 11-S eran universitarios
de clase media-alta que no tenían ninguna historia conocida de opresión
política. Sin embargo, habían pasado una cantidad de tiempo excesiva en su
mezquita local, oyendo hablar de la depravación de los infieles y de los
placeres que esperan a los mártires en el Paraíso. ¿Cuántos arquitectos e
ingenieros aeronáuticos deberán volver a estrellarse contra una pared a 400
millas por hora, antes de que admitamos que la violencia jihadista no es un
asunto de educación, política o pobreza? La verdad, bastante asombrosa, es la
siguiente: una persona puede ser tan culta e instruida como para construir una
bomba nuclear, y así y todo creer que obtendrá a 72 vírgenes en el Paraíso para
toda la eternidad. Tal es la facilidad con que la mente humana puede ser
alienada por la fe, y tal es el grado de acomodación de nuestro discurso
intelectual a la ilusión religiosa. Sólo el ateo ha observado lo que ahora
debería ser evidente para todo ser humano pensante: si queremos desarraigar las
causas de la violencia religiosa debemos desarraigar las falsas certezas de la
religión.
¿Por qué la religión es una
fuente tan poderosa de violencia humana?
- Nuestras
religiones son intrínsecamente incompatibles entre sí. Jesús resucitó de
entre los muertos y volverá a la Tierra como un superhéroe,
o no; el Corán es la palabra infalible de Dios, o no
lo es. Cada religión hace afirmaciones explícitas sobre cómo es el mundo,
y la profusión abrumadora de estas afirmaciones incompatibles –que además
son dogmas de fe obligatorios para todos los creyentes– crea una base
duradera para el conflicto.
- No
hay ninguna otra esfera del discurso en la que los seres humanos articulen
de manera tan clara sus diferencias mutuas, o en la que expresen estas
diferencias en términos de recompensas y castigos eternos. La religión es
la única realidad humana en la que el pensamiento nosotros-ellos alcanza
una importancia trascendente. Si una persona cree realmente que llamar a
Dios por su nombre correcto puede marcar la diferencia entre la felicidad
eterna y el sufrimiento eterno, entonces se hace bastante razonable tratar
con rudeza a los herejes e incrédulos. Hasta puede ser razonable matarlos.
Si una persona piensa que hay algo que otra persona puede decirles a sus
hijos que podría poner en peligro sus almas para toda la eternidad,
entonces el vecino hereje es en realidad mucho más peligroso que el más
sádico violador infantil. Los estigmas de nuestras diferencias religiosas
son enormemente más pronunciados que los nacidos del mero tribalismo, del
racismo o de la política.
- La
fe religiosa es un poderoso obstáculo al diálogo. La religión no es más
que el área de nuestro discurso donde las personas se protegen
sistemáticamente de la exigencia de aportar pruebas en defensa de sus
creencias firmemente sostenidas. Así y todo, estas creencias de las
personas a menudo determinan para qué viven, para qué morirán, y
–demasiado a menudo– para qué matarán. Éste es un problema muy grave,
porque cuando los estigmas diferenciales son muy pronunciados los seres
humanos sólo encuentran una opción entre el diálogo y la violencia. Sólo
una buena voluntad fundamental de ser razonable –de manera que nuestras
creencias sobre el mundo sean revisadas por nuevas pruebas y nuevos
argumentos– puede garantizar que sigamos hablando entre nosotros. La
certeza sin pruebas es necesariamente divisoria y deshumanizadora. Aunque
no existe ninguna garantía de que la gente racional siempre vaya a ponerse
de acuerdo, indudablemente la gente irracional siempre estará dividida por
sus dogmas.
Parece sumamente improbable que podamos curar los
desacuerdos existentes en nuestro mundo simplemente multiplicando las ocasiones
para el diálogo interconfesional. El objetivo de la civilización no puede ser
la tolerancia mutua de la irracionalidad manifiesta. Aunque todos los
partidarios del discurso religioso liberal han acordado pasar de puntillas por
aquellos puntos en los que sus visiones del mundo chocan frontalmente, estos
mismos puntos seguirán siendo fuentes de conflicto perpetuo para sus
correligionarios. La corrección política, por lo tanto, no ofrece una base
duradera para la cooperación humana. Si la guerra religiosa debe hacerse
inconcebible para nosotros, del mismo modo que ya lo son la esclavitud y el
canibalismo, es absolutamente necesario prescindir de todos los dogmas de fe.
Cuando tenemos razones para creer lo que creemos,
no tenemos ninguna necesidad de fe; cuando no tenemos ninguna razón, o sólo
tenemos malas razones, hemos perdido nuestra conexión con el mundo y con los
seres humanos. El ateísmo no es sino un compromiso con el nivel más básico de
honestidad intelectual: las convicciones de una persona deberían ser
proporcionales a sus pruebas. Pretender estar seguro de algo cuando no se está
–en realidad, pretender estar seguro sobre proposiciones para las que ni
siquiera es concebible prueba alguna– es un defecto tanto intelectual como
moral. Sólo el ateo ha comprendido esto. El ateo es simplemente una persona que
ha percibido la mentira de la religión y que ha rechazado convertirla en una
mentira propia.
Traducción tomada de Razón Atea. Artículo original en Truth Dig.
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