El
rol principal de los sindicatos en un país moderno y civilizado consiste en la
defensa de los derechos de los trabajadores tales como se definen en el marco
institucional de una sociedad democrática, con sujeción a las leyes vigentes en
la materia laboral y civil.
Pero
la realidad que tenemos hoy – y desde hace mucho tiempo – en Uruguay, es que
todos esos roles son relegados o en todo caso subsidiarios a una pretensión de
transformación de la sociedad de acuerdo a una visión de mundo muy concreta y
definida.
En
esa visión, los empresarios son vistos como el enemigo a destruir, la propiedad
privada y en particular la propiedad privada de los medios de producción una
calamidad casi criminal, el lucro un fin demoníaco, y el empleo un sinónimo de
explotación del hombre por el hombre, independientemente de en qué condiciones
éste se de.
Aún
admitiendo que el esquema de sociedad que anhelan sea algo bueno y deseable (*),
¿cómo pretender el ámbito de confianza mutua, la buena fe y el espíritu de
cooperación hacia un fin común que requiere la negociación colectiva?
(*)
Hace cincuenta años, esta visión hubiera
podido calificarse como ingenua y producto de la persecución bienintencionada
de la utopía.
Hoy, la gigantesca acumulación
de evidencia hace obvio incluso para el más desinformado e ignorante, que ese
camino es garantía de miseria y destrucción, así como un inevitable
cercenamiento de las libertades individuales básicas; es incompatible con la
democracia y termina convirtiendo a los ciudadanos en aterrados zombis sometidos
a la omnipotencia del monopólico poder central.
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