Si buscamos en la historia de la humanidad la
condición más aberrante e inhumana en que se pueda vivir, no hay duda,
concordaremos en que fue (es) la esclavitud.
¿Cómo definimos el estado de esclavitud de una
persona?
Sin duda se deben cumplir algunos factores
objetivos fundamentales, a los que se pueden agregar otros subjetivos o más sutiles.
Entre los fundamentales podemos enumerar (sin
ánimo de ser taxativos):
-
Imposibilidad de decidir sobre la
propia vida (profesión, ocio, lugar de residencia, vestimenta, etc.).
-
Imposibilidad de ser dueño de nada
(propiedades, dinero).
-
Imposibilidad de disfrutar del
producto de la propia actividad (trabajo físico, ideas, arte), que no podrá
cambiarse libremente por una remuneración en especie alguna, sino que será enteramente
propiedad del “amo”.
-
Imposibilidad de decisión alguna
sobre la educación de los hijos.
-
Imposibilidad de intercambiar
ideas libremente con otros en su misma o diferente condición. Ello incluye la posibilidad de acceder a
información sobre los hechos del mundo, sobre los avances de la civilización y
las ideas.
-
Imposibilidad de estar protegido
por un sistema legal claro, conocido, racional, previsible e imparcial. El esclavo vive en continua angustia
existencial porque sabe que en cualquier momento podrá ser acusado de cualquier
cosa arbitrariamente.
-
Imposibilidad de seguir algún
curso de acción que pueda conducir a un cambio en su situación, ni siquiera
aspirar a ello o incluso pensarlo. Ello
incluye la huida a otro país. El
intentarlo configura el peor crimen imaginable y se pena con la muerte. La esclavitud es para siempre.
Ya se imaginará el lector hacia dónde voy con
esto.
El “amo” puede ser una persona física con un
rostro y un nombre, como un terrateniente sureño cultivador de algodón en EEUU,
o un refinado doctor español o portugués en la América latina colonial.
También puede ser el Estado en un régimen
fascista descontrolado, en un infierno teocrático, o en un régimen comunista
que abusará de eufemismos como “el pueblo” o “el bien común” para justificar la
entrega total y la subordinación de todos los derechos humanos individuales.
Para mentes pequeñas, esta diferencia es
sustantiva. Son las mismas mentes que
recurren sin darse cuenta, a la falacia “ad hominem” al razonar y que confunden
al juzgar la sustancia con la patología.
Son los que denuncian las “injusticias” de un sistema porque no soportan
que otros tengan éxito y se destaquen.
Son los que prefieren inmolarse ellos mismos y sus familias si con ellos
también se llevan al “enemigo de clase”.
Pero si miramos lo que importa, que son los
hechos puros y duros, la vida de cada uno, sus esfuerzos y recompensas, sus
sueños de futuro, sus posibilidades logradas o frustradas, y lo hacemos con
honestidad, veremos que en realidad quién es el “amo” tiene poca importancia.
Los fascismos y socialismos reales odian y
desprecian la libertad. En la práctica,
son un sistema de esclavitud liso y llano, del que no se puede salir
fácilmente, aún cuando sus contradicciones, fracasos y maldades extremas sean
tan evidentes que sólo no las vea quien haya vendido su alma, o sea
extraordinariamente malvado o estúpido.
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