miércoles, 14 de septiembre de 2016

Esclavitud

Si buscamos en la historia de la humanidad la condición más aberrante e inhumana en que se pueda vivir, no hay duda, concordaremos en que fue (es) la esclavitud.


¿Cómo definimos el estado de esclavitud de una persona?
Sin duda se deben cumplir algunos factores objetivos fundamentales, a los que se pueden agregar otros subjetivos o más sutiles.

Entre los fundamentales podemos enumerar (sin ánimo de ser taxativos):

-          Imposibilidad de decidir sobre la propia vida (profesión, ocio, lugar de residencia, vestimenta, etc.).

-          Imposibilidad de ser dueño de nada (propiedades, dinero).

-          Imposibilidad de disfrutar del producto de la propia actividad (trabajo físico, ideas, arte), que no podrá cambiarse libremente por una remuneración en especie alguna, sino que será enteramente propiedad del “amo”.

-          Imposibilidad de decisión alguna sobre la educación de los hijos.

-          Imposibilidad de intercambiar ideas libremente con otros en su misma o diferente condición.  Ello incluye la posibilidad de acceder a información sobre los hechos del mundo, sobre los avances de la civilización y las ideas.

-          Imposibilidad de estar protegido por un sistema legal claro, conocido, racional, previsible e imparcial.  El esclavo vive en continua angustia existencial porque sabe que en cualquier momento podrá ser acusado de cualquier cosa arbitrariamente.

-          Imposibilidad de seguir algún curso de acción que pueda conducir a un cambio en su situación, ni siquiera aspirar a ello o incluso pensarlo.  Ello incluye la huida a otro país.  El intentarlo configura el peor crimen imaginable y se pena con la muerte.  La esclavitud es para siempre.

Ya se imaginará el lector hacia dónde voy con esto.

El “amo” puede ser una persona física con un rostro y un nombre, como un terrateniente sureño cultivador de algodón en EEUU, o un refinado doctor español o portugués en la América latina colonial.

También puede ser el Estado en un régimen fascista descontrolado, en un infierno teocrático, o en un régimen comunista que abusará de eufemismos como “el pueblo” o “el bien común” para justificar la entrega total y la subordinación de todos los derechos humanos individuales.

Para mentes pequeñas, esta diferencia es sustantiva.    Son las mismas mentes que recurren sin darse cuenta, a la falacia “ad hominem” al razonar y que confunden al juzgar la sustancia con la patología.   Son los que denuncian las “injusticias” de un sistema porque no soportan que otros tengan éxito y se destaquen.   Son los que prefieren inmolarse ellos mismos y sus familias si con ellos también se llevan al “enemigo de clase”.

Pero si miramos lo que importa, que son los hechos puros y duros, la vida de cada uno, sus esfuerzos y recompensas, sus sueños de futuro, sus posibilidades logradas o frustradas, y lo hacemos con honestidad, veremos que en realidad quién es el “amo” tiene poca importancia.

Los fascismos y socialismos reales odian y desprecian la libertad.  En la práctica, son un sistema de esclavitud liso y llano, del que no se puede salir fácilmente, aún cuando sus contradicciones, fracasos y maldades extremas sean tan evidentes que sólo no las vea quien haya vendido su alma, o sea extraordinariamente malvado o estúpido.


No hay comentarios:

Publicar un comentario