Soy un ateo militante.
Creo firmemente que si tuviéramos que
presentar nuestra civilización a un visitante extraterrestre, la peor cara que
tenemos para mostrar es la religión.
Pienso así sobre la religión como fenómeno
cultural, moral e intelectual.
Si como creo, la razón es el bien más preciado
que existe en el universo, entonces queda claro porqué lo que la niega y
degrada debería ser combatido.
Hay quienes dicen con gran ingenio que la
palabra “ateo” no debería existir, porque si hubiera una palabra para designar
el hecho de que no se cree en una cosa específica, se debería duplicar el
número de palabras en el vocabulario. No
existe la palabra “a-Santa Claus”, o “a-gnomos”.
Ni siquiera “a-teorías-de-conspiración”.
Pero por otra parte, el concepto de dios es
demasiado importante en nuestra cultura como para no darle a su discusión un
lugar de privilegio.
Por la misma razón, como no se puede demostrar
una negación (no puedo demostrar que dios no existe aunque una sola instancia clara
de evidencia – que nunca se ha dado – alcanzaría para demostrar que sí existe),
es patentemente ridícula la pretensión de considerar al ateísmo como “otra
religión más”. En todo caso, el ateísmo
podría ser una meta-religión, una manera de ver el fenómeno religioso.
Adicionalmente, se puede ser un ateo
dogmático, acrítico e irracional, pero no se puede ser religioso no dogmático,
crítico y racional.
Mis
ensayistas más admirados son una larga lista encabezada por Richard Dawkins
(The God Delusion; The Root of all Evil; The Devil´s Chaplain), Sam Harris
(Letter to a Christian Nation; The End of Faith: Religion,Terror, and the
Future of Reason), Penn Jillette (God, No; Every Day is an Atheist Holiday), John
Mackay (Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds), Voltaire, Robert
Ingersoll, Bertrand Russell (Why I Am not a Christian), y en cierta medida
Christopher Hitchens.
Creo – o quiero creer – que todas esas
lecturas han ido modelando mi pensamiento, pero el núcleo estaba ahí, claro y
definido desde mi primera infancia. Por
una razón única: porque desde que tengo uso de razón, todos los argumentos en
contra de la existencia de dios (o de cualquier fenómeno sobrenatural) siempre
me resultaron obvios, y los argumentos a favor, infantiles y equivocados,
cuando no falaces o paradójicos.
Una cosa que hago y que poca gente hace, es
precisar con exactitud el alcance de cada palabra.
¿Qué es algo sobrenatural? Algo que no es natural ¿Y qué es lo natural? Lo que pertenece a la naturaleza y obedece a
las leyes naturales. Esto para mí sólo
tiene una significación: lo natural es “lo que existe”, y lo sobrenatural es
“lo que no existe”. En otras palabras,
sobrenatural es sinónimo de “fantasía”.
Por favor, no se vaya a creer que estoy en
contra de la fantasía. Muy por el
contrario, me encanta y la disfruto como el que más; adoro la ciencia ficción y
los comics de superhéroes, y fui fundador y líder del primer club de seguidores
de El Señor de los Anillos décadas antes de que en Uruguay se tuviera noticia
de la existencia de la maravillosa obra de Tolkien.
Pero cuando se confunde la fantasía con la
realidad, la cosa empieza a complicarse.
Me resulta un espectáculo patético el de
adultos inteligentes practicando la liturgia de la religión, tanto un sacerdote
católico o un rabino actuales como un indígena danzando alrededor del fuego con
la cara pintarrajeada y un disfraz de piel de oso.
La Biblia (antiguo y nuevo testamento) y el
Corán son fuentes invalorables de conocimiento y reconstrucción de gran parte
de la historia de la humanidad, pero me parece inconcebible que para gran parte
de la humanidad sean el ápice de la espiritualidad absoluta y fuente única de
toda moral.
Si los miramos objetiva y desapasionadamente,
veremos que en realidad son una disonante acumulación de disparates y
monstruosidades escritas por ignorantes de la edad de bronce, liberalmente
salpicadas de consejos domésticos para la convivencia, preceptos obvios aunque
muchas veces contradictorios, y normas que en su época llenaban el vacío de
instituciones legales.
Hace pocos años, un millonario ateo llevó
adelante una campaña de militancia basada en el axioma de que la mejor manera
de hacer que la gente abandone la religión es forzándola a leer realmente la
biblia. Completa, sin censura y sin
selección de párrafos y pasajes, y sin la intermediación e interpretación de un
sacerdote. La mayor campaña proselitista
atea de la historia consistió en regalar millones de biblias.
El concepto de que la moral (o el
comportamiento moral) es imposible fuera de la religión es un gravísimo insulto
para personas como yo, algunos de los cuales creemos tener un comportamiento
mucho más ético en relación a nuestros semejantes que la mayoría de las
personas religiosas.
De hecho, recientes encuestas respaldan esta
afirmación.
Comencé mi lista de autores preferidos con
Richard Dawkins porque no sólo es un brillante expositor y una delicia de leer
en su inglés original, sino que es de los pocos que desafían frontalmente las
reglas de la corrección política.
Como a Dawkins, cuando discuto se me acusa de
que me exalto, de que intento convencer y de que hiero. No lo voy a negar, es cierto. Pienso que es un deber moral y que otra cosa
sería hipocresía. Estoy francamente
preocupado por el futuro del mundo a causa del fundamentalismo, y no puedo
físicamente hacer otra cosa que manifestar mi verdad, le duela a quien le duela.
Curiosamente – o no tanto – no causa tanto
revuelo la situación simétrica, cuando el proselitista es el religioso y cuando
se usan gruesos epítetos para descalificar al ateo. Estamos demasiado acostumbrados a eso.
No se me malinterprete, sería el último en
pretender prohibir, decretar o censurar el pensamiento de los demás. Cada uno tiene todo el derecho de creer lo
que le parezca, por más absurdo que sea.
Pero también todos tenemos el derecho de expresar nuestra opinión sobre
ello, sin restricciones hipócritas.
Esto es mucho más de lo que pueden decir los
defensores de la religión, ya que en cada instancia en que tuvieron el poder
secular para hacerlo, no dudaron (y no dudan, ver el islam actual) en conculcar
toda libertad de pensamiento, y encarcelar, torturar, exiliar y asesinar a todo
aquél que piense distinto
(Incluyo en esta apreciación a los modernos
totalitarismos como el nazismo o el marxismo, que muestran en su estructura
conceptual todos los elementos clásicos de una religión).
Las personas y su derecho a defender una idea
son dignas de respeto, no las ideas en sí mismas. Las ideas deben ganarse el respeto, en primer
lugar por ser ciertas, y luego por ser convenientes.
Para mí, las peores malas palabras del
vocabulario (o mejor, los peores y más dañinos conceptos) son “pecado” y “fe” 1,
seguidos de “infierno”, “paraíso”, “vida después de la muerte”, etc.
En ese sentido, recomiendo calurosamente la
lectura de una carta de R. Dawkins a su hija de 10 años titulada “Buenas y
malas razones para creer”.
Alguien dijo: Hay gente buena que hace cosas
buenas; hay gente mala que hace cosas malas.
Para que gente buena haga cosas malas, es necesaria la religión.
1. Por
supuesto, me refiero a “fe” en la acepción religiosa de “creer sin evidencia o
incluso en contra de la misma”. “Fe” en
la acepción corriente de confianza en que va a ocurrir cierta cosa o confianza
en mí mismo, es por el contrario, uno de los mejores conceptos.
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